"Aunque duraron tanto como la Unión Soviética, y aunque muchos millones de personas pasaron por ellos, la verdadera historia de los campos de concentración de la Unión Soviética todavía se desconoce...Tomé conciencia del problema por primera vez hace varios años, cuando caminaba por el puente de Carlos, una atracción turística de primer orden en la que entonces era la recientemente democrática Praga. Había músicos callejeros y prostitutas a lo largo del puente, y cada cincuenta metros más o menos alguien vendía precisamente aquello que se ha de vender en un lugar como ese, digno de una postal. Se exhibían pinturas de calles bonitas de buena factura, junto con bisutería y llaveros de Praga. Entre las curiosidades, uno podía adquirir objetos militares soviéticos: boinas, insignias, hebillas y prendedores, las imágenes de latón de Lenin y Brézhnev que los escolares soviéticos otrora solían llevar en el uniforme.
El espectáculo me causó extrañeza. La mayoría de las personas que compraban la parafernalia soviética eran estadounidenses y europeos occidentales. Se habrían sentido incómodos al pensar en llevar una esvástica. Sin embargo, ninguno tenía inconveniente en llevar la hoz y el martillo prendida en la camiseta o en la gorra. Era una observación sin importancia, pero, a veces, ese tipo de observaciones permiten percibir mejor un estado de ánimo cultural. La lección no podría haber sido más elocuente: mientras que el símbolo de un asesinato masivo nos llena de horror, el símbolo de otro asesinato masivo nos hace sonreír.
Que haya falta de sensibilidad en torno el estalinismo entre los turistas de Praga se explica parcialmente por la escasez de imágenes en la cultura popular occidental. Con la guerra fría llegaron James Bond y los thrillers, y rusos caricaturizados como los que aparecen en las películas de Rambo, pero no realizaciones tan ambiciosas como La lista de Schindler o La decisión de Sofía. Steven Spielberg, probablemente el director más prestigioso de Hollywood (nos guste o no), ha optado por realizar películas sobre los campos de concentración japoneses (El imperio del sol) y los nazis, pero no sobre los estalinistas. Estos últimos no han captado el interés de Hollywood de la misma manera.
La cultura intelectual no ha sido mucho más receptiva. La reputación del filósofo alemán Martin Heidegger se ha visto profundamente afectada por su breve y abierto apoyo al nazismo, un entusiasmo que se desarrolló antes de que Hitler hubiera cometido sus principales atrocidades. Por otra parte, la reputación del filósofo francés Jean-Paul Sartre no ha sufrido en lo más mínimo por su agresivo apoyo al estalinismo durante los años de la posguerra, cuando había pruebas abundantes de las atrocidades de Stalin al alcance de cualquier interesado. Una vez Sartre escribió que no era nuestro deber escribir sobre los campos de trabajo soviéticos; que éramos libres de permanecer alejados de las disputas sobre el carácter del sistema, siempre que no ocurriera ningún episodio de importancia sociológica. En otra ocasión, le dijo a Camus que, al igual que él, consideraba que los campos eran intolerables, pero igualmente intolerable era el uso que de ellos hacía cada día la prensa burguesa. Algunas cosas han cambiado desde el hundimiento del régimen soviético. En 2002, el novelista británico Martin Amis se sintió lo suficientemente conmovido por el tema de Stalin y el estalinismo como para dedicarle un libro. Su obra permitió que otros escritores se preguntaran por qué tan pocos miembros de la izquierda política y literaria habían mencionado el tema. Por otra parte, algunas cosas no han cambiado. Todavía es posible que un académico estadounidense publique un libro sugiriendo que las purgas de la década de 1930 fueron útiles porque promovieron cierta movilidad ascendente y, por lo tanto, pusieron los cimientos para la perestroika. Todavía es posible que un editor literario británico rechace un artículo porque es «demasiado antisoviético». Mucho más común, no obstante, es la reacción de tedio o indiferencia ante el terror estalinista. La reseña de un libro que escribí sobre las repúblicas occidentales de la antigua Unión Soviética en la década de 1990 incluía las siguientes frases: «Aquí ocurrió la aterradora hambruna de la década de 1930, en que Stalin mató más ucranianos que judíos asesinó Hitler. Sin embargo, ¿cuántos en Occidente lo recuerdan? Después de todo, la matanza fue aburrida, si no aburridísima, y evidentemente muy poco dramática». Se trata de pequeñas cosas: la compra de un objeto, la reputación de un filósofo, la presencia o ausencia en las películas de Hollywood. Pero ponedlas juntas y conformarán un relato. Intelectualmente, los estadounidenses y los europeos occidentales saben lo que ocurrió en la Unión Soviética. La aclamada novela de Aleksandr Solzhenitsin sobre la vida en los campos, Un día en la vida de Iván Denísovich, fue publicada en Occidente en varias lenguas en 1962-1963. Su relato oral de los campos, Archipiélago Gulag, suscitó muchos comentarios cuando apareció en muchas lenguas en 1973. En efecto, este libro provocó una pequeña revolución intelectual en algunos países, y muy notoriamente en Francia amplios sectores de la izquierda francesa adoptaron una postura antisoviética. Se hicieron muchas más revelaciones sobre el Gulag durante los años ochenta, los años de la Glasnost, y también recibieron la debida publicidad en el extranjero.
Sin embargo, para muchas personas los crímenes de Stalin no inspiran la misma reacción visceral que los crímenes de Hitler. Ken Livingstone, un antiguo miembro del Parlamento británico, ahora alcalde de Londres, se esforzó una vez en explicarme la diferencia. Sí, los nazis eran «malvados», dijo; pero la Unión Soviética estaba «deformada». Esta opinión refleja el sentir de muchas personas, incluso de aquellas que no son de izquierdas a la antigua usanza: la Unión Soviética, simplemente, de alguna manera se pervirtió, pero no estaba fundamentalmente equivocada, del mismo modo en que la Alemania de Hitler se equivocaba.
Hasta hace poco era posible explicar esta falta de sensibilidad general hacia la tragedia del comunismo europeo como el resultado lógico de una serie concreta de circunstancias. El paso del tiempo es una de ellas: los regímenes comunistas se volvieron menos censurables a medida que pasaban los años. Nadie temía demasiado al general Jaruzelski, ni siquiera a Brézhnev, aunque ambos fueron responsables de la devastación. La falta de información fehaciente, respaldada por la investigación de archivo, era otra circunstancia. La escasez de trabajos académicos sobre este tema se debía principalmente a la escasez de fuentes. El acceso a los emplazamientos de los campos estaba prohibido. Ninguna cámara de televisión ha filmado nunca los campos soviéticos ni a las víctimas, como se hizo en Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial. Así pues, la carencia de imágenes significa menor comprensión.
Pero también la ideología distorsionó las formas en que comprendíamos la historia soviética y europea oriental. Un pequeño sector de la izquierda occidental luchó por explicar, y a veces disculpar, los campos y el terror que los creó a partir de 1930. En 1936, cuando millones de campesinos soviéticos trabajaban en los campos o vivían en el destierro, los socialistas británicos Sidney y Beatrice Webb publicaron un amplio texto general sobre la Unión Soviética, que explicaba, entre otras cosas, que el campesino ruso oprimido estaba adquiriendo gradualmente un sentido de la libertad política. Durante los procesos de Moscú, mientras Stalin condenaba arbitrariamente a miles de inocentes miembros del partido a los campos, el dramaturgo Bertolt Brecht le decía al filósofo Sidney Hook: «Cuanto más inocentes son, más merecen morir»..."
(Anne Applebaum. "Gulag: historia de los campos de concentración soviéticos")